Cultura

Para matar la poesía: Cuestión territorial

Por Federico Bagnato

www.paramatarlapoesia.com

A ver, que le dijo alguna cosa… de eso estoy seguro. Como si no supiera que me mudé y la sigo buscando medio de encubierto, como un psicótico o una de esas pedófilas (las mujeres son las peores, nadie desconfía de ellas) que caminan por la calle.

Pero que en definitiva sigo ahí porque no paro de titubear y pensar en cosas súper extravagantes, pero que jamás van a pasar porque no puedo sacarlas de mis tripas y transformarlas en actos concretos, como el impulso de borrarle a ese gil la sonrisa de una trompada.

Te puedo decir lo que me hubiera gustado decir, pero es todo mentira, pura exageración. Lo que sí es cierto es que él le dijo algo, y era algo malo porque ella puso esa cara de preocupada que no me la olvido más.

Y yo no podía hacer nada porque estaban subiendo la bandera y la retacona de la preceptora comandaba las tres primeras hileras donde estábamos nosotros y patrullaba de norte a sur. Y hablar durante el ritual nacionalista merecía la pena de catapulta, así que cuidábamos lo que hacíamos.

Y fue con esa delicadeza y cara de póker que él le dijo algo sobre mí al oído y ella quería gritarme desde la fila de al lado para salvarme el pellejo (porque era cuestión de vida o muerte), pero la retacona, que ahora cruzaba de este a oeste, la miraba tragando saliva y entonando “… a la noble igualdad” o palabrerío de himno.

Y no paraba, a pesar del color cianótico en su cara y la impronta de guardar un secreto terrible que se llevaría a la tumba, porque él la vigilaba desde la fila de al lado, sospechando y tensando los párpados para imprimirle lo que no podía decir frente a la bandera.

Y yo me moría de ganas de saltar a su fila para rescatarla y liberarla de la angustia y que me contara qué estaba pasando, pero de vez en cuando él también me miraba y eso bastaba para que cerrara la mandíbula y mirara la punta de mis pies.

Y sonaba el himno y teníamos la mala suerte de que la retacona nos encontraba distraídos y nos echaba en cara la falta de respeto y blablá.

Y en tanto eso pasaba, él volvía a encontrar el espacio para comprometer a alguien más, a otro débil de la fila; a cualquiera que titubeara con el nacionalismo e intentara perderse entre el paisaje de piedras y guardapolvos blancos.

Porque en cuanto él te encontraba, seguro que sería la tarde más angustiante de todas.

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